El examen

Autor: Francisco Bascuñán Letelier | Fecha: 2008-07-31 | ID: 568 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Testimonios

lo de arriba es a lo de abajo
—Hermes

Faltaba un cuarto de hora para las ocho de la mañana, cuando se escuchó un fuerte grito desgarrador. Provenía del subterráneo de la escuela de ingeniería de la Universidad de Chile, ubicada en la calle Baucheff de Santiago antiguo, a un costado del entonces parque Cousiño.

Era yo, muy de terno y corbata, que descargaba energía debido al angustiante estado de desesperación en que me encontraba. Muy pronto tendría que rendir un examen, tal que si salía mal perdería mi posibilidad de seguir estudiando ingeniería civil. Era típico echarle la culpa de estas situaciones al exceso de juventud, pero lo cierto es que en esa mañana de riesgo, no había disculpa posible y sí había mucho en juego para mí.

Era un tiempo de aquellos, ya pasado la mitad del siglo XX, en que los adelantos científicos se reducían a la electricidad, al automóvil, al teléfono y a la radio con sus "radioteatros" y su música proveniente de discos de vinilo; cierto, también se hacían pruebas con las primeras imágenes de televisión. La mayoría de los libros de estudio se encontraban en inglés y francés; no existían las máquinas calculadoras de ninguna índole, sólo las reglas logarítmicas de cálculo, verdaderas joyas de diseño portátil; se mentaba eso sí, de un computador que ocupaba todo un quinto piso de un edificio contiguo, sin ninguna posibilidad de acceso a él. Era justo el comienzo del actual desarrollo tecnológico. Al respecto, recuerdo una clase ya al final de la carrera, que dictaba el profesor y escritor de ciencia ficción, don Arturo Aldunate Phillips (1902-1985), en que en una oportunidad nos dijo: "cuando era niño, conocí el cambio de iluminación del carburo a la luz eléctrica, he visto grandes cambios tecnológicos, y daría mi vida por tener la edad de Uds. para poder presenciar los cambios que se vienen en un pronto futuro; fíjense que se comenta que los discos de música se van a tocar sin agujas, que las imágenes se podrán enviar por teléfono, ..." nos daba otros varios ejemplos y agregaba: "… y Uds. van a estar a la cabeza de estas tecnologías".

Esto era lo que, algunos años antes, se sentía en el aire de esa fatídica mañana en que un examen decidiría buena parte de mi futura vida.

Había que controlar los nervios, estaba conciente que había estudiado mucho, había hecho todo lo que estaba a mi alcance. Incluso creía saber más que el mismísimo profesor. Este convencimiento me provocaba aun más angustia y peor aun, mellaba mi humildad; humildad necesaria y requerida por todo estudiante que desea aprender. ¡Hasta dónde esto me jugaría en contra! En circunstancias que en los próximos minutos, para cuando yo rindiera examen, me deparaba el tener que aprender tal vez más que en toda mi vida.

Era tanto lo que había estudiado y tantos los ejercicios que había resuelto, que no me limité a los libros comunes, sino que pedí prestado otros libros más alambicados y exclusivos. Uno de éstos, se lo había pedido a un amigo muy serio y estudioso del último año de la carrera. Era un libro flaquito, editado en inglés, con muchos ejercicios elegidos por la belleza y elegancia de los procesos requeridos para llegar a sus correctas respuestas. Al lado de cada uno de estos cientos de ejercicios, había un signo de raíz cuadrada indicando que mi amigo y su grupo habían resuelto ese determinado ejercicio. Sin embargo, en todo el libro habían sólo dos ejercicios sin ese signo; al yo tratar de resolverlos, tampoco pude, supuse entonces que estaban mal planteados o que había un error de imprenta.

Cuando llegó la hora del examen, el profesor después de saludarme, me llevó a un pizarrón al fondo de la sala. Vi que venía con el susodicho librito en sus manos, lo abrió y me lo pasó indicándome un problema para que lo resolviera. Yo al verlo, me percaté de inmediato que correspondía a uno de los dos ejercicios que no tenían solución. Como sabía que no lo iba a poder resolver le indiqué al profesor, a modo de chiva, que la materia concerniente a ese ejercicio se pasaba en el curso siguiente, por lo que no correspondía a este examen. El profesor se sonrió, y me dijo que no había problema en cambiarlo; echó algunas hojas hacia atrás y me pidió que resolviera otro problema. Cuando lo vi, no podía creerlo, ere el segundo problema sin solución.

Ya no había chiva posible, las intenciones del profesor eran claras, no cabía coincidencias; estaba en un callejón oscuro, sin salida y con un destripador al frente.

Mi mente empezó a revolucionar de tal forma, que entré en un estado especial. Un lamento. Sólo pedí a lo Alto y fui iluminado. Es un estado indescriptible, si yo no lo puedo hacer, por favor hazlo Tú por mí, Señor.

El problema consistía en demostrar la veracidad de dos igualdades dadas. Normalmente en estos casos, se demostraba la primera y basada en ésta, se demostraba la segunda.

La inspiración vino de algo muy sencillo, como antes no había podido resolver la primera ecuación, intentaría hacerlo con la segunda; cosa rara pero si llegara a lograrlo, al menos conseguiría la mitad del problema. Para tratar de resolver primero la segunda parte, apliqué un teorema que si bien no era común tampoco lo era tan complejo. El resultado salió más rápido de lo esperado, menos de 20 ó 30 segundos. Más aun, fijándome en uno de los pasos intermedios del desarrollo, figuraba lo mismo que una parte de lo expuesto en la ecuación del primer ejercicio. Como ya estaba probada la segunda igualdad, podía introducirla en la primera. Hecho esto, el primer problema se resolvió en no más de otros 20 segundos. Total, en menos de dos minutos, llamé al profesor indicándole que la solución a su problema estaba terminada.

La cara de extrañeza y de incredibilidad del profesor se hizo de manifiesto, abrió mucho los ojos, le llamó la atención que yo hubiera empezado con la segunda parte, pero finalmente tuvo que aceptar lo obvio: el problema estaba correctamente resuelto. Se entrecruzaron nuestras miradas por largos segundos, la de él reflejaba asombro y rencor, seguramente porque no lo había podido resolver él; la mirada mía reflejaba satisfacción y por sobre todo, piedad, ya que era obvio que necesitaba una buena nota.

Lo que vino después fue seguido por otra inspiración aun mayor. El profesor me ofreció la nota mínima para pasar el ramo. Aquí entraron en juego otros aspectos, se enfrentó por una parte la soberbia del conocimiento, porque yo estaba seguro de saber para la nota máxima; y por otra parte, la humildad necesaria para aceptar y reconocer una victoria sin jactancia. Creo que hubo otra inspiración porque ésta fue una de las pocas veces en mi vida, que fui lo suficientemente inteligente como para acallar mis impulsos adictos a la adrenalina, y dar entrada a la humildad y sensatez. Al aceptar el ofrecimiento, volví a ver esos ojos absortos del profesor que me indicaban su segunda derrota y mi segundo triunfo, en esa mañana para mi inolvidable.

Y así se cumplió, una vez más, la más antigua de las leyes que conoce el hombre: "lo de arriba es a lo de abajo".

Francisco Bascuñán Letelier
Julio 2008

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