«Voy y vuelvo»

Autor: Tránsito García | Fecha: 2011-03-31 | ID: 424 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Cuentos

El grado de confianza que solía darse entre personal carcelario y reos, en los años setenta del siglo pasado, en la antropológica vida de un penal, en aquel entonces denominadas prisión, presidio y penitenciaría, era un fenómeno mucho más normal del que pudiese imaginar hasta el más sesudo estudioso de la cultura carcelaria. Muchos sucesos, jocosos, curiosos, trágicos, chistosos, tragicómicos, extraños, paradojales, tenían como denominador común, el exceso de confianza. A medida que se iba dando un relajamiento en el funcionario, iba aumentando la astucia y la sagacidad del reo, para ganar terreno en este tema de la confianza, transformándose en muchos casos en la vía limpia y expedita hacia la ansiada libertad.

En el contexto histórico de esa época, con el acontecer nacional atravesado por la medida autoritaria de instaurar el toque de queda, también esta situación nocturna había de impactar, para bien o para mal, en el alambicado mundo carcelario.

Por su naturaleza, el Servicio siempre contempló la custodia de las prisiones día y noche desde tiempos inmemoriales, las guardias nocturnas, con relevos de tres y cuatro horas, otras garitas ubicadas justamente en aquellos lugares donde alguna vez se había ido uno, en la penumbra de la noche. Por lo tanto, los cambios de guardia cada cuatro horas, daban una continuidad a las veinticuatro horas del día como algo propio de este trabajo.

Había llegado destinado a ese Presidio un joven teniente, al cuál llamaremos Kong Doro Volandoen Laznuves, funcionario de poca experiencia, pero mucho ímpetu por tratar de hacerse valer, sin importar si algunas veces pasaba a llevar la dignidad de sus subalternos, con los cuáles mantenía más bien un trato distante. En sus ratos libres solía salir a pasearse por la plaza de la ciudad, luciendo en forma impecable su uniforme, lo hacía con tanta gallardía y donaire, que llamaba la atención de los transeúntes, esta costumbre de paseos de uniformados, de las diferentes escuelas matrices, era quizás algo muy común en la Capital, Valparaíso, y otras grandes urbes del país.

Pero en este pueblo chico, este comportamiento causaba curiosidad entre sus humildes parroquianos, cuyos afanes estaban ligados a la agricultura y a la pequeña minería. Obviamente el teniente Volandoen lo hacia con el fin de impresionar a alguna señorita, y sus intenciones eran entrar en amistad y conseguir una novia como siempre había soñado. Su vida transcurría apaciblemente en este apartado lugar, lo que sin duda contrastaba con la interesante vida laboral que le tocaba experimentar al interior del presidio local. Comenzó su carrera trabajado como Oficial de Guardia, y al cabo de un tiempo, sus jefes lo destinaron a trabajar en la Guardia Interna, labor que resultaba mucho más interesante que las tediosas horas nocturnas en el papel de Oficial a cargo de la Guardia Armada. En la Escuela Técnica de Prisiones había aprendido algo de psicología y criminología, conocimientos teóricos que se quedaban cortos comparados con el aprendizaje práctico de la psicología canera. El hombre era muy observador y cada día aprendía mucho sobre el comportamiento de reos y funcionarios, dándole cierta prestancia para tratar problemas de diversa índole, los cuáles debía solucionar, resolver, tomar decisiones y no ir con cuentos al Alcaide, hombre hosco, huraño, sabelotodo, a quién le desagradaba sobremanera que le llevaran cuentos, él era partidario de que el jefe interno le llevara soluciones y novedades ganadoras. Era lo que importaba, tener tranquila a la población penal, que por lo demás no resultaba difícil con estos reclusos de origen provinciano.

Por esos días, había llegado preso un famoso cuentero de la zona, cuya especialidad era andar estafando a la gente, la mayoría de las veces, agricultores, comerciantes y mineros tan pillos como él. Por lo tanto, rara vez lo denunciaban, debido a que "les sacaba la muela sin dolor", y se transformaban en sus víctimas por su excesiva imaginación para agarrar papa, acompañada de una ambición sin límites, por obtener dinero fácil. A este pintoresco personaje recluido lo llamaremos Federico Manzagamba González.

El estafadorcillo contaba con la simpatía de los funcionarios, cada vez que llegaba preso, en corto tiempo se transformaba en un mocito de confianza, vivaz, buena voluntad, bueno para la talla, era todo un personaje, el cuál entretenía al personal con su chispa y sus ingeniosas ocurrencias, en la vida carcelaria. En corto tiempo el teniente Volandoen y Manzagamba congeniaron de tal forma, que parecía que se conocieran de toda la vida. El oficial le tenía una confianza ilimitada, y como el astuto recluso ya tenía acceso a las dependencias del personal, oficinas, casinos y cuadras, poco a poco iba logrando, en forma progresiva, los privilegios, trato y relación con los funcionarios como un verdadero gendarme.

Sin que nadie se diera cuenta Manzagamba iba ganando terreno, y en algunas oportunidades, se paraba en la puerta principal del penal, con la venia de los suboficiales que decían…"no…si este niño es de la casa", y la vida continuaba con toda normalidad. Incluso Federico salía a barrer el frontis del penal, y algunas veces iba de compras por algún almacén cercano de los alrededores, para cumplir necesarios encargos de aquellos gendarmes que casi nunca salían francos, por "trabajar durante varios días a pauta parà".

El teniente Volandoen, tenía a su familia en la zona penquista, y pasaba meses y meses sin poder viajar a Concepción a visitarlos. Para él su verdadero amigo, más bien un hermano, era el mocito de confianza. Manzagamba le daba concejos, lo asesoraba en el uso del dinero, para que administrara bien su sueldo, le contaba fábulas y chistes de animales, que eran su gran regocijo. Nació una amistad tan estrecha, que el mocito se transformó en su verdadera sombra. Se preocupaba hasta del más mínimo detalle de "su teniente". Le lustraba las botas, se preocupaba de su casillero, de su ropa, de su uniforme, de su apariencia personal, de sus embelecos, en fin, una relación de absoluta confianza y reciprocidad.

Hasta que un día el teniente Volandoen debió viajar por varios días a su tierra natal a visitar a sus padres. Manzagamba quedó con sus llaves, y cuando estaba solo, su encanto era ponerse el uniforme del teniente, completo, con su gorra tipo alemán, tenida uno y un espectacular capote, en esa época, de un elegante corte de color gris. Manzagamba se paseaba por la pieza y se miraba frente a un gran espejo antiguo, tipo colonial, el hombre tenía buena pinta y el físico muy parecido a Kong Volandoen, imitando un bigotito cagòn que eran el orgullo del oficial. Y así pasaba las horas, lo cuál le entretenía sobremanera. Nadie lo veía, ya que tenía acceso exclusivo a la pieza del teniente.

Su audacia no tuvo límites cuando, aprovechando un descuido de la guardia, a esa hora de la cena, se salió para la calle, impecablemente uniformado tal como si fuera su teniente, Y en pleno Toque de queda, se fue a caminar por los lugares de siempre. No tardó en llegar a un burdel, famoso en el pueblo, causando la admiración de las niñas alegres, las cuáles comenzaron a atenderlo a cuerpo de rey. Volvía uno de sus más emblemáticos clientes, más encima vestido de elegante oficial del servicio de prisiones. Se armó la gran fiesta, las chiquillas y los bombillas de lata celebraban con gran júbilo la valentía de Manzagamba. Para las putas era un verdadero héroe popular. Estaba en lo mejor bailando con la mejor mina del cahuín, cuando hace su aparición una patrulla de carabineros, quiénes andaban pasando ronda en horas de pleno toque de queda.

El oficial de carabineros a cargo de la comisión, había llegado recientemente trasladado a la ciudad, por lo tanto no conocía a nadie. El supuesto oficial de prisiones resultó sumamente simpático y dicharachero, en breve se ganó la simpatía de los verdes, a los cuáles les cayó requete bien, además Federico los agasajaba con buenas poncheras de pisco, y les allanaba el camino para que disfrutaran con las mejores mujeres, armándose una fiesta cahuinera inolvidable, llena de alegría, palmetazos, brindis y amistad entre colegas uniformados.

El oficial de carabineros entró en amena conversa con Federico Volandoen, el cuál debió recurrir a todos sus conocimientos penitenciarios, dictando cátedra sobre procedimientos, providencias, reglamentos y resoluciones, dejó impresionados a los carabineros por su versatilidad en el dominio institucional como buen oficial penitenciario. Federico Manzagamba González esa noche se lució. Dejó muy bien puesto el nombre de su Institución. En pleno toque de queda se ganó la simpatía de una patrulla de carabineros, los cuáles maravillados ante tantas atenciones y hospitalidad, cerca de las tres de la madrugada se ofrecieron amablemente en llevar a Federico en su Jeep, insistiendo en ir a dejarlo a la mismísima puerta principal del Presidio.

Al llegar, se bajaron, lo abrazaban y se despedían efusivamente de él, mano en visera y sonoros tacazos. Si faltó poco para que le rindieran honores. Cuando el Jeep se alejó velozmente, perdiéndose en la negrura de la noche, grande fue el asombro del gendarme de pasillo, quién al observar por la mirilla, se dio cuenta que se trataba del mismísimo loco Manzagamba, vestido de teniente. El cabo de relevo y el comandante de guardia, casi se fueron de espaldas, con los ojos desorbitados, al ver lo insólito de la situación y cuan lejos había llegado este reo. Desde el asombro pasaron a la preocupación, cavilando como cresta este pelotudo se había salido para la calle…y para más remate equipado íntegramente con el uniforme del oficial ausente. Manzagamba, osado y canchero como siempre, se alejó hacia la pieza del oficial, ufano y sonriente, a cambiarse el flamante uniforme por su ropa de costumbre.

Los tres pacos de la Guardia Armada, después de una larga discusión, decidieron no dejar constancia alguna. El caso era grave. Sin duda si daban cuenta les podría acarrear serios problemas y el riesgo de ser sancionados, so pena de ser destituidos. Ni hablar si se instruía un sumario administrativo. Llevaban todas las de perder. En consecuencia, era mejor dejar todo para callado. Al día siguiente, la vida continuó en el presidio con toda normalidad. El tímido Manzagamba, con la locuacidad de siempre, continuó con su hilarante forma de ser, entreteniendo y haciendo reír al personal. Cada cierto tiempo miraba con picardía y bailándole los ojillos llenos de complicidad, a los gendarmes que esa inolvidable noche estuvieron de guardia.

Han pasado los años, antes de jubilar los tres afectados esa noche, contaron estos entretelones, haciéndola extensiva al resto de los vigilantes. Con el correr del tiempo se narraba esta curiosa historia, basada en hechos reales. Extraños elementos coincidentes se dieron exactamente para que sucediera. Para el recordado mocito y hábil estafador, Federico Manzagamba González, el toque de queda, en ese oscuro período privado de libertad, había sido el marco de un paseo muy agradable.

Tránsito García
Coquimbo, 2011

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