Espejos

Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2011-05-31 | ID: 403 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Relatos y comentarios

A falta de esa pequeña patria que es la aldea, opté por el espacio anímico y social del barrio. También allí se engarzan los sueños en impredecibles hilos de toda geografía, física y humana, para construir paisaje y mundo interior.

Tres fueron los barrios que me acogieron en los ámbitos de la memoria afectiva: La Cisterna, donde nací y a donde habría de volver, después de una docena de años; Ñuñoa, con sus días de temprana infancia y preadolescencia escolar; Chacra El Olivo, comuna de Conchalí, territorio suburbano y rural, lar de mis abuelos gallegos, algunas de cuyas historias he contado y otras que siguen surgiendo, inéditas, de los vericuetos de la memoria.

Pero es a La Cisterna donde suelen volar mis recuerdos con más frecuencia, sobre todo a la casaquinta, que en la vaguedad de la remembranza rebosa de anécdotas y sucesos, suma de momentos que componen la vida y que sólo el pulso de la memoria puede otorgarles coherencia, aun en la distorsión de quien, al recordar, recrea, imagina y mitifica.

No hay en esta escritura otoñal ni arrestos grandilocuentes ni propósitos de trascendencia; nada más que contar y contarme, móvil esencial -si no único- de todo poeta-narrador. Procuro ejercer una sinceridad otrora elusiva, quizá porque a la postre empiezo a verme como he sido, como soy en la inexorable realidad.

Por la noche, suelo mirarme en el espejo… No se vea en esto una actitud de trasnochado narcisismo; por el contrario, procuro escrutar en mis rasgos de hoy los trazos de mis rostros de ayer. Quisiera descubrir aquellos signos que cada época fija por instantes en la imagen de lo que algunos definen como "espejo del alma", conjunción gráfica de gestos y miradas que nos muestran ante los otros, inermes o semidesnudos, según si hemos o no interpuesto el equívoco preámbulo de la máscara.

¿Quién es capaz de exhibirse en absoluta desnudez? Vuelvo esta pregunta hacia mí, pues no la he formulado como nuevo subterfugio elusivo, sino para tratar de encararme -al fin- conmigo mismo, arrojando fuera las vestiduras superfluas de inútiles coartadas.

Veo mis ojos inquietos; aún tienen el brillo de la pasión y la voluntad de búsqueda… No advierto, en la base de las pupilas, esa diminuta franja, acuosa y desvaída, que suele marcar los primeros indicios de la senectud… Pero esto es apenas un consuelo y no lo esencial que aprecio en esta cara que va dibujando su octava década. No obstante, mi mirada carece de paz, ese único don que podría otorgarnos la humana felicidad en esta vida, a la vez efímera e inextricable, absurda para muchos que carecemos de la panacea de la fe.

¿Por qué he perdido la paz? Más claro aún: ¿por qué no la he recibido ni la he logrado?

Trato de descifrar, en la interposición de las huellas que han ido agregándose en el palimpsesto de mi faz, los diversos rostros que el tiempo fue tallando, día a día, año tras año, en una imagen que no es nunca igual a si misma, aunque nos veamos en la idealización cotidiana de un retrato impasible.

¿Dónde y cuándo se produce la primera fisura? Hubo un instante en que sacamos del sombrero, como prestidigitador de feria, la primera falacia, paliativo circunstancial de pequeñas miserias. Ahí comenzó la interminable progresión, pues según afirma un viejo proverbio hindú: "Cada mentira engendra otras siete, y así, sucesivamente".

Echamos a tejer entonces, sin percatarnos, a la negra araña de la deshonestidad interior, que irá hilando un gigantesco entramado: nuestra propia trampa. Hasta acá, la autorreflexión no opone mayores dudas, pero la clave pareciera estar en una interrogación definitiva: ¿Cómo romper la maraña y desbaratar la tela, sin que esto ocurra, fatalmente, en el acto postrero?

La imagen cansada, que el espejo me devuelve, no otorga la respuesta. Habrá que esperar. Entonces, recuerdo, entreveo en rasgos perdidos del pasado remoto, el rostro que parecía vislumbrar el hallazgo de una esperanza. Busco esa cara, escruto una y otra vez, pero sus trazos se difuminan, como cuando perseguimos una palabra, un nombre en los recodos de la memoria, y sus sílabas se nos esconden para luego surgir, en momentos inesperados, cuando ya su urgencia ha desaparecido del presente.

Por la noche, en el cuarto de baño, con la luz apagada, escudriño mi rostro a través del difuso contorno de la penumbra. Entonces, creo distinguir una faz que no es la mía, unos ojos burlones que refractan toda pregunta, una sonrisa entre cínica y malévola… Quizá sea uno de mis demonios -el mayor- que debo exorcizar; para ello, mi herramienta y mi conjuro no son más que este lápiz -pluma antigua o teclado moderno- que intenta descifrar la ardua geometría de las palabras.

Edmundo Moure R.
Mayo 2011

Enviar

Ir al inicio