Las Cubas de Cydonia
Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2011-12-31 | ID: 322 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Testimonios
Bien sabrás, amable lector, que Cydonia es el nombre de una región del planeta Marte donde algunos astrónomos han creído encontrar restos de una ciudad antiquísima y ciertas señales de una virtual comunicación, a través de gigantescas sonrisas dibujadas sobre la piel del planeta guerrero.
A mí me han sonreído las Cubas de Cydonia, un lugar de esparcimiento y descanso, fundado por mi amigo catalán, Antonio Soler, y su compañera chilena, Carola, ubicado un kilómetro al sur del poblado de Punta de Choros, al norte de la Cuarta Región, a quinientos ochenta y seis kilómetros de Santiago y a ciento diecinueve de La Serena. Luego de cuarenta kilómetros a través de un ancho llano que presenta la gigantesca fisura de un río que existió allí, probablemente, en el período jurásico, llegas a Punta de Choros por un camino de tierra transitable, para torcer a la izquierda y encontrar la morada de Antonio y sus siete cabañas, que renta de preferencia en los meses de diciembre, enero y febrero, pero que pueden recibirte durante todo el año.
Un sitio agreste y hermoso, donde el silencio universal de Dios sólo es interrumpido por la respiración constante del mar y el canto esporádico de pájaros terrestres y marinos. También trina aquí el chincol, con su “¿Han visto a mi tío Agustín, con un zapato y un calcetín?”. Y gime el viento travesía o el norueste, haciendo ondear las dos banderas que Antonio izó, como señor de su castillo flanqueado de grandes tinajas de color marrón: el pabellón chileno, que no cabe describir, y el catalán, hecho de franjas rojas y gualdas, cuyo espíritu libertario tan bien definiera su mayor poeta, Joan Maragall, cuando canta: “El alma de un pueblo”
El alma de un pueblo es el alma universal que brota al través de un suelo. El alma catalana es pirenaica- mediterránea: los adustos Pirineos descienden en pétreo oleaje apaciguándose a medida que se aproximan al dulce mar latino, de claro horizonte: en el horizonte del mar hay las claridades de Italia, de Grecia. El alma catalana es adusta y clara.
La tierra catalana es dura, pero agradecida: así sus hijos aprenden a trabajarla por necesidad, y son estimulados por la recompensa: son acostumbrados al triunfo por el trabajo. Así su trabajo es alegre; trabajan cantando, y trabajando y cantando descienden al mar que les atrae con la promesa de nuevos triunfos y el eco de nuevos cantos. Así los catalanes son rudos y expansivos a un tiempo, porque aman la tierra y el mar; y hábiles para enriquecer el producto de la tierra propia y lo que el mar les trae de las aguas, y no saben servir ni mandar porque todos se sienten iguales para el triunfo por el trabajo directo; y cada uno se siente libre y siente libres a los demás, y todos orgullosos de su libertad, y tan celosos de ella, que repugnan cederla aun para la organización social, porque creyendo bastarse cada uno a sí mismo, no la sienten necesaria. Satisfacen mejor su sociabilidad donde menos atados se sienten por ella. Dentro de cada catalán hay un anarquista.
Son trabajadores esperanzados, y por esto poco contemplativos: si descansando miran al cielo, ven en el cielo un bello descanso extendido sobre el trabajo de la tierra, y no suelen preguntar qué hay más allá de las estrellas. Así su piedad es serena y confiada: confían en ese algo bueno que resplandece claramente en la tierra como en el cielo, y lo aman en proporción del bienestar íntimo que les procura; gustan de comprender hasta donde pueden comprender claramente, pero lo incomprensible no les atormenta: no son ambiciosos de lo absoluto. Suelen reír de lo que no entienden.
El catalán siente su alma, pero no siente el peso de su alma: y por esto le interesa más su historia que su filosofía, y ama su lengua más aún que su historia. De las artes goza sobre todas la música y el teatro, porque son directas, y no cabe engaño en ellas.
En todo es franco, y quiere franqueza. Es pronto en sus afectos, no los extrema: ni traidor, ni mártir. Su amor más constante es el de su libertad. La ha aprendido del mar y de las cimas de los montes.
He aquí el alma catalana: libertad.
Antonio y Carola han levantado a pulso este enclave maravilloso, que él bautizara con el nombre de la marciana ciudad y las cubas de la viña que poseyera antaño, cuyas maderas sustentan la casa mayor que otea las siete cabañas enfrentadas al océano de verde-azules aguas.
Si me preguntan dónde conocí a este catalán, nacido un 21 de febrero, tras la frontera de Francia, hijo de padre republicano y de madre campesina –ambos catalanes-, respondería que nos conocemos desde hace un siglo, en alguna taberna de remoto puerto, mientras esperábamos el siguiente navío para lanzarnos a la aventura, diciendo, con el poeta de Chile: “Amo el amor de los marineros/ que besan y se van/ dejan una promesa/ y no vuelven nunca más/ en cada puerto una mujer espera/ los marineros besan y se van/ una noche se acuestan con la muerte/ en el lecho del mar”
Porque el tiempo no cuenta en la amistad, que es como el hallazgo de los lugares que a nosotros nos eligen, con un sortilegio que va más allá de toda racionalización electiva.
Desde Las Cubas de Cydonia fuimos –y tú puedes ir, avisado lector— en una travesía marinera, hasta las islas Choros y Damas, para conocer la extraordinaria reserva ecológica que allí se cuida con esmero, con esos hermosos habitantes que son los cormoranes, alcatraces, patos yecos y otras especies volátiles que recordar no logro; los formidables lobos marinos, con su dorada pelambre al sol; los pequeños pingüinos de Humboldt, que habitan en los rincones bañados por la corriente homónima de apellido alemán, y que estuvieran a punto de ser exterminados por la incuria humana… Y los delfines, estos gráciles escualos que juguetean en torno a las embarcaciones, de los cuales se cuentan notables historias de solidaridad con los humanos, especie esta última, depredadora y feroz con todos los seres vivos, incluyendo a sus propios hermanos.
Pedro, el motorista del balneario, es una especie de alfil diligente que ayuda a los turistas y cumple encargos, como hábil jinete entre la arena y los matorrales del camino, en su ir y venir hacia y desde los cercanos poblados, trayendo pescado fresco o mariscos a punto de ser devorados. Rodrigo V.S., habitante solitario de una casa remolque, refugia o reposa o repasa los sueños de toda una vida trashumante y aventurera. Quedó pendiente una larga conversa que alguna vez asumiremos, con un vino oscuro y espeso.
La dulce Carola se mueve entre los afanes domésticos, disfrutando de esa paz que no ha encontrado en las ciudades, en medio del tráfago enloquecido y persistente, y que aquí parece dibujar su fina silueta.
Hablamos con Antonio, en la mesa, como viejos oficiantes del pan, el vino y la palabra. Breve ha sido la estada, escaso el tiempo para decantar las conversaciones sin prisa, para soñar con Cydonia en el Archipiélago de Los Choros, o en las constelaciones remotas, o aquí, donde el fuego habla por nosotros sus viejas historias aún no descifradas.
Edmundo Moure R.
Diciembre 12, 2011