El humor
Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2012-09-30 | ID: 254 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Relatos y comentarios
Acerca de don Ramón del Valle-Inclán:
«Su profundo sentido del humor le hacía renuente a toda ordinariez,
enemigo acérrimo del abuso del gerundio y de la cacofonía del adverbio de modo.»
El humor es una actitud ante la vida, que surge de la capacidad reflexiva para reír de las propias miserias. El hombre de humor —no el humorista profesional, que vive del uso y abuso de la comicidad de feria o del chiste espectáculo— observa el mundo, los seres y las cosas, premunido de comprensiva misericordia, pues conoce sus limitaciones y actúa conforme a la convicción de tales carencias.
El buen humor va acompañado de una sonrisa, raras veces de carcajadas, porque la risa violenta y prolongada es más bien primaria, sin mucho seso. Por algo se acuña la sentencia: "La risa abunda en boca de los necios”. No se refiere, por cierto, al impulso que nos mueve más a entender al prójimo que a zaherirle. El cómico, por su parte, trata de provocar la hilaridad con gestos, ademanes y actitudes directas, simples, apelando a golpes tan estruendosos como anodinos, a caídas aparatosas y a constantes equivocaciones que induzcan la algazara del público, que no es el conjunto de risas individuales, sino la risotada masiva que diluye y mimetiza al individuo entre la muchedumbre, bajo el pulso gregario de la imitación.
En Chile escasea el humor y abunda la picardía ramplona, el chiste fácil a costa de la desnuda discriminación, con sus habituales víctimas: el gangoso, el cojo, el gordo, el tuerto, el tartamudo, el homosexual (maricón, en lenguaje zafio), el mendigo, la prostituta, el judío, el gallego, el indio… El llamado “humorista chileno”, copia los malos y dudosos chistes que llegan de fuera y los repite, en supina ignorancia de orígenes o culturas de donde provengan. Además, recurre a la grosería flagrante, al garabato obsceno, a la procacidad repetitiva. Ese “animador” es un sujeto ramplón, que está en plena consonancia con el público nacional, que se identifica con el mal payaso vociferante y se desternilla de la risa. En cambio, si aparece en las tablas un humorista fino y sutil, es probable que éste sea repudiado en general rechifla. Se le calificará, sin matices, de “fome” o “latero”.
La chabacanería es al humor lo que el vinagre acedo al buen vino: una descomposición irremediable. Digo esto a propósito de los burdos “chistes gallegos”, considerando que Galicia ha prohijado notables humoristas, como: Alfonso Castelao en la literatura y en el dibujo costumbrista; Álvaro Cunqueiro, en su narrativa; y Julio Camba, periodista excepcional quien, pluma en mano, deshacía entuertos y fustigaba la chocarrería política de su tiempo, a través de sus crónicas madrileñas. Julio Camba ha sido vetado, de manera algo subrepticia, por un sector de la izquierda ultra, que lo considera franquista y nada “progre”. Los fundamentalismos de todos los pelajes carecen por completo de sentido del humor. El creyente extremo sólo ríe de lo que se le autoriza para reír. Así, algunos exegetas o iluminados afirman que Jesucristo careció de sentido del humor, y por eso ninguno de sus testigos evangélicos le describe riendo. No estoy de acuerdo, pues me parece que el milagro de transformar el agua en vino, en las bodas de Caná, es una demostración de fino humor: devolver a la fiesta la alegría, restituir el propósito del vino, que es aligerar el corazón del hombre…
El humorista de verdad suele ser escéptico, porque mira la realidad sin el falso optimismo de la farándula; sería capaz de llorar —de pena verdadera y no de risa asfixiante— ante el espectáculo frívolo y mentecato de quienes asisten al torpe jolgorio de su propio espejo, donde se observan desde la platea, para reír a mandíbula batiente de su estupidez, multiplicada y exhibida sin pudor en el teatro virtual. Mark Twain, uno de los más finos humoristas literarios de todos los tiempos, afirmaba que “el humor es la cosa más seria del mundo”. Con él coinciden Oscar Wilde, Bernard Shaw y Ramón del Valle-Inclán, entre otros.
La ironía es una de las formas en que se expresa el humor. Posee niveles o gradaciones, desde la alusión tenue hasta el filoso sarcasmo que hiere al destinatario, a menudo como puñal acerado. Recuerdo a Manuel Moure, nuestro tío gallego primogénito, poseedor de una lengua habilísima, a través de la cual la ironía se transformaba en mofa, es decir en burla directa o escarnio de la víctima elegida por el hablante; y aun en befa, que es la vejatoria grosería que se reviste de desprecio, llevando la intención irónica a una ofensa o directo vituperio. De allí se ha estatuido, en el ámbito de la tribu, el término “mourada”, para definir tal conducta. En el tronco materno, la especialidad mordaz se conoce como “ramirada”, y proviene de la rama de los Ramírez, algunos de cuyos miembros se muestran proclives al extemporáneo latigazo verbal.
En el mundo de la literatura y de su pariente pobre, el periodismo, encontramos numerosos ejemplos de escritores y pendolistas que han hecho de su pluma agudo estilete, sea para denunciar o criticar situaciones, hechos y personajes, o para zaherirles sin piedad, como suele ocurrir con prohombres y políticos. A menudo, unas palabras en medios de prensa han provocado duras querellas por parte de los ofendidos, llegando al extremo de que los contrincantes se batieran a duelo. Podemos evocar hoy a don Ramón del Valle-Inclán, sentado a la mesa del café de Artistas, mientras irrumpe el escritor Manuel Bueno, para asestarle un demoledor bastonazo que haría perder su brazo izquierdo al “Marqués de Bradomín”; todo por una diatriba escrita que a Bueno le pareció auténtico denuesto.
Tengamos en cuenta que la ironía nunca es inocua ni tampoco inocente. Detrás de ella late una intencionalidad, más o menos manifiesta, según la sutileza intelectual del que la profiere. La ironía busca llamar la atención respecto de una actitud o una circunstancia determinadas. Cumple así el cometido indirecto de poner algo en evidencia, sea para ejercer la crítica o para resaltar hechos que permanecen velados o imperceptibles a la mirada superficial. Me atrevo a decir que la ironía es la visión metafórica de la axiología aplicada a lo cotidiano. Asimismo, el humor fino es el que proviene de la intuición estética del mundo.
Es conocida la anécdota de Valle-Inclán, en su lecho de moribundo, cuando un joven reportero le pide la versión auténtica y definitiva de la pérdida de su brazo. Como se sabe, el esperpéntico escritor había contado al respecto historias disímiles y desaforadas, algunas con ribetes heroicos, como la defensa épica de una princesa maya en la selva de Yucatán, oponiéndose a un feroz jaguar que le cercenó su extremidad izquierda. Don Ramón respondió al preguntón, sin ambages: “El brazo me lo comieron ustedes, los periodistas”.
Ironía que desnudaba la habitual impertinencia de los cazadores de noticias “impactantes”, que no se detienen ante nada para cumplir su desapoderado propósito.
Quizá el mejor testimonio del humor valleinclanesco sea aquel de la transfusión de sangre, que debían aplicarle de modo impostergable, ante el riesgo de gravísima anemia. El procedimiento, en los años treinta del pasado siglo, era directo, “de vena a vena”, como solía decirse. Cuando Valle-Inclán se percata de quién es el colega escritor dispuesto a donarle su sangre, objeta de viva voz a la enfermera: “Sangre de éste, no, por favor, que la tiene llena de gerundios”.
Humor sutil, estilístico y fundamental.
Edmundo Moure