Hacia la hora postrera

Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2012-11-30 | ID: 232 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Relatos y comentarios

No imaginas ni piensas ni intuyes que ese momento va a llegar, hasta que un cúmulo de imágenes invaden tu memoria, comenzando por las que surgen de la fuente de la infancia remota. Algunas serán bellas, otras dolorosas, pues lo guardado no siempre es lo grato y placentero, sino lo áspero y lacerante de los días pretéritos. Entonces, todo se presenta como un balance no susceptible de enmiendas, pues si analizas cada opción que tuviste en la disyuntiva de los caminos que se bifurcan, verás que no fue posible escoger el sendero contrario al que optaste, porque es una cuestión de identidad irrenunciable: no podías ser otro distinto del que fuiste. Es sencillo y terrible, aunque contraríe las enseñanzas recibidas y la filosofía libertaria que la Razón clavó en ti, como un estandarte que iba a presidir todas tus batallas existenciales.

Poco antes del tránsito a la otra orilla, recordarás cómo jugabas y compartías con tus amigos de la niñez, con tus hermanos, que no resultarían tan fraternos o cómplices como esperaste, reviviendo el recorrido de calles y barrios de las cuatro casas que tus padres te  procuraron. Vuelves a transitar por la calle Exequiel Fernández, barrio de Ñuñoa; o en los espacios rumorosos de Chacra El Olivo, comuna de Conchalí; o deambulas por las anchas habitaciones de la casa-quinta de La Cisterna, desde cuyas ruinas surgiría La Voz de la Casa… Inventaste con díscolos primos aventuras fantásticas y otras muy reales y pedestres, con su cuota de fechoría y su pizca de lealtad, entre arrestos destructivos y generosos, donde asomaba tanto el prurito cruel como el móvil difuso de la solidaridad entre pares. Por eso contarás ahora tú mismo, en primera persona del plural, para revivir aquella atmósfera desvaída, mientras yo, el que siempre va contigo, hable como quien glosa y complementa un diálogo imperativo.

Nos atraían el fuego y el agua. Aprovechábamos las anchas y torrentosas acequias para hacernos capitanes y marineros pertinaces de pequeñas naves que veíamos como grandes carabelas descubridoras, o como airosos bergantines piratas que nunca iban tripulados por hispanos, pues la transgresión de los cánones imperiales y católicos corría por cuenta de ingleses, holandeses y aun malayos, como el intrépido Sandokán, dibujado por Salgari según preceptos de la estética europea. En algún pequeño canal afluente del Mapocho, el río menesteroso que lleva nombre mapuche, cuya toponimia significa “agua de la tierra”, echábamos a correr nuestros barquichuelos engrandecidos por la fantasía, para que desembocasen en el enorme océano Pacífico, quizá en las riberas de Valparaíso, allí donde había nacido nuestra madre, que nos hablaba del viento como de uno de los primeros misterios a los que se había enfrentado en su niñez, cuando la claraboya de su habitación interior emitía un extraño lenguaje musical que componían para ella los alocados silfos del puerto. Y padre, que nos contaba nostálgico sus peripecias de niño en las aguas del Búbal lejano, allá en A Touza, Santa María de Vilaquinte, reino venturoso de Galicia, donde quizá le esperara el negro vapor que iba a llevarle al Finisterre del Sur, donde moraban los sueños y la esperanza, y estaba anclado el mismo barco que él aguardaba para el imposible regreso a la casa extraviada en las colinas del sur de Lugo.

Conocimos el caballo y la idea de su esencia, como en la caverna de Platón, se apoderó de nosotros, para buscarlo como complemento de las mejores aventuras. Cada vez que percibíamos el aroma fuerte y embriagador de los aperos, o cuando tocábamos las lúbricas sinuosidades de la montura, un ansia de montar nos impelía a correr a campo traviesa. En la enorme chacra de Conchalí, en el sur del mundo, el corcel era un alazán rojo y bravío, que llevaba el equívoco nombre de “Indio Manso”, pero no había puentes antiguos ni blasones ni casas solariegas que perdurasen, como en la Galicia profunda que íbamos a conocer treinta años más tarde, porque aquí, en el Último Reino, el ser humano parece más efímero, y la tierra, con sus fuerzas telúricas desbocadas, suele arrasar de tanto en tanto lo que el hombre levanta, obras que parecen todavía más precarias que barquitos de papel o folios escritos con tinta sangre.

También recuerdas, inútil poeta de furor infructuoso, los aromas de la fruta en el agobiante estío, asimismo los días propicios de Navidad y Año Nuevo, entre cumpleaños de Abuela y de Madre, los preparativos del condumio, la tina de baño grande abarrotada de champaña y bebidas frías y postres helados para gozar antes de los abrazos en la turbadora canícula del diciembre austral… En una tarde de diciembre que no puedes atrapar su fecha con precisión, jugabas en la vereda con dos amigos, quizá Juan Ramón Méndez y Charles Dabdoub, cuando tu padre atravesó a la acera de enfrente, donde le esperaba una mujer joven y muy pálida, vestida como viuda desolada, el pelo alborotado sobre los hombros. El gallego la saludó y ella cogió con sus manos la suya y algo hablaron que no pudiste oír. Parece que tu padre le entregó un sobre o tal vez unos billetes plegados. La mujer caminó hacia donde estabas, separada por la distancia de calle. Era bella, a pesar de marcadas ojeras en su tez blanca, y tenía grandes ojos negros. Preguntaste al gallego, antes de que cruzara el umbral, quién era esa mujer. Y te respondió en voz baja, llevándose el índice derecho a los labios, que era una enferma de tuberculosis que trabajaba en la fábrica, en la Azucarera Francesa. Años más tarde, asociaste su imagen lánguida y hierática a las heroínas de novelas francesas y supiste que las tísicas atraían a los hombres con un morbo abismal, hermano de la muerte, y que eran amantes insaciables. Hace un par de noches volviste a ver en sueños esa imagen, como si despertara de las sombras del olvido, la mujer caminando hacia ti, con sonrisa triste... Era otro de tantos enigmas indescifrables que guardó tu corazón de niño. Tu padre no está para averiguarlo, y aunque hubiese estado, no se lo impetrarías.

Cuando cumpliste treinta años, te hiciste una promesa, secreta y solemne: trabajarías duro hasta los cuarenta.   De ahí en adelante, ibas a reducir la jornada de labores de subsistencia a cuatro o cinco horas diarias; el resto del tiempo sería para ti, es decir para la escritura, para leer a tus autores amados, para estudiar estética y filología. Pero al cabo de las cuatro décadas trabajabas más tiempo que antes. Entonces, reanudaste el voto, como un ermitaño que jurase senderos de perfección ante el Todopoderoso. Al cumplir los cincuenta apreciaste lo baldío de tu promesa. Pero aprendiste que los anhelos, aun cuando pertenezcan a un fracasado y proscrito vate, aunque jamás se cumplan y, quizá por ello mismo, se aferre uno a ellos y se amen aún más, como a esa doncella entrevista detrás de una ventana, que se esfumó con las sombras de la tarde, cuya silueta surge en sueños y que se llama Helena, como todos los amores imposibles…

Pero los días son una red de triviales miserias, ¿y habrá suerte mejor que ser la ceniza  de que está hecho el olvido? Esto lo escribe Borges, pero es tuyo, ahora, como todas las palabras que fuiste extrayendo de los libros y que supiste cernir, como cribador de buenas cosechas, para poseerlas con esa identidad extraña que llamamos estilo y que hoy, al final de tantos meandros, puedes congratularte de haber logrado, sintiendo una secreta felicidad que nada tiene que ver con la ostentación ni la fanfarronería de los “imbéciles felices” que pululan en las ciudades consagrados al consumo y a la vana autocomplacencia.

Siempre saben los poetas donde está el umbral certero de la finitud. Será en el momento en que la articulación de los sueños, como materia poética, tropiece con las necesidades pedestres y cotidianas, con las flaquezas de la desmedrada salud.  Y no es que echemos en falta los momentos utilitarios en que cumplimos, tal vez sólo a medias, los deberes grises del mundo, sino aquellos espacios del tiempo en que no amamos como debiéramos, en que no paladeamos el vino hasta la última gota, en que no escuchamos con atención las palabras de un amigo que cerró tras de sí la última puerta, dejándonos un legado imperecedero e indisputable, que renueva la certeza de no poder servir nunca a dos señores en este oficio de dudosa retribución.

Recuerdas el Camino de Santiago, hecho con dos amigos, desde Valença do Minho, en el amado Portugal de Fernando Pessoa, hasta Santiago de Compostela. Puedes ver de nuevo los rostros que miraste muchas veces, yendo ahora por las calzadas romanas de la Vía Décimo Nona, con el viejo fardel de la memoria de una antigua tribu de la Galicia profunda a la que perteneces, en cierto sentido, puesto que aquel que abandona su territorio  originario es expulsado por ese poder colectivo que repta en todas las comunidades –sobre todo en las familias-, que segrega y excluye a los diferentes, para consagrar y fortalecer sus poderes basados en el antiguo código moral del “qué dirán”, máxima que confirma nuestra ancestral condición de simios bajo tutela y amenaza de castigo.

 Te levantas y dejas deslizar hasta el suelo un ejemplar de la revista Grial, donde Álvaro Cunqueiro escribe “El Gallego en sus magias”, entendiendo desde la poesía –la más lúcida manera de entender- cómo el inconsciente colectivo articula mitos y leyendas para que los trovadores puedan cantarlos al son de sus inconfundibles laúdes. Sientes que hace mucho calor, como si el orballo viniese desde Compostela, trayendo el vaho caliente de la lareira y las voces de los abuelos desgranando la misma historia que por años ha escuchado el fuego y que tú has tratado de continuar aquí, en este reino asomado al Mar del Sur.

Este invierno, a finales de julio, tu madre ha tenido su pasamento, después de haber vivido casi un siglo y dejado una estirpe de cien individuos nacidos de su tronco. Sientes el peso de la absoluta orfandad, y aunque ha mucho que dejaste de ser niño, te confiesas desamparado, como un cachorro que se abandona bajo la lluvia.

La imperturbabilidad del mundo, de la naturaleza, frente a la muerte de los que amamos o de los que consideramos grandes según nuestros paradigmas estéticos, nos parece cruel y terrible. Y es que el pulso universal no se altera ni un millonésimo de segundo por la presencia o ausencia de los hombres, sean éstos próceres, héroes, santos, príncipes de los ingenios o modestos ayudantes de escribanía, o tenedores de libros, contables en la Rúa dos Douradores o en la calle Emilia Téllez de Santiago del Nuevo Extremo.

Quisieras recordar los mejores versos que memorizaste, algunos de ellos con el romántico y mercenario propósito de conquistar una fémina desprevenida, pero has olvidado muchos poemas, aunque ahora te vienen al magín aquellos versos de Pablo Poeta que hablan de la Parca:

Yo no sé, yo conozco poco,
yo apenas veo,
pero creo que su canto tiene
color de violetas húmedas,
de violetas acostumbradas a la tierra
porque la cara de la muerte es verde,
y la mirada de la muerte es verde,
con la aguda humedad  de una hoja de violeta
y su grave color de invierno exasperado...

Alguien te pregunta por qué no has memorizado tus propios poemas, y tú crees, de modo veraz y definitivo, que quizá porque tampoco estuvieron a la altura de tus anhelos, salvo cuando improvisabas alguno para cautivar ojos femeninos de una desconocida, y que jamás llevaste al papel, porque los más excelsos poemas son los que nunca se escribieron.

Sabes que el estilo de que hablas no es solo impronta literaria sino también visión que se proyecta sobre mundo, seres y cosas, en esa enigmática existencia que la individualidad otorga, como si todo lo que vemos y tocamos en nuestra corta vida estuviésemos escribiéndolo de nuevo, en una sucesión interminable y compulsiva de relatos, a menudo parecidos pero jamás iguales. Si fuésemos capaces de unirlos, llegaríamos a construir el libro de todos los libros, dentro de un cosmos que sería la biblioteca infinita, ese espacio que a veces nos desvela en sueños sin comienzo ni fin, cuyos retazos percibimos al abandonar la conciencia diurna, lo que llamamos “vida real”.  Y piensas y dices, con esa otra voz que en ti mora: ‘Como mis propios pasos, en tantos caminos no escogidos y obligados por esa mano que llamaban Destino los grandes poetas alemanes, rutas llenas de desasosiego e incertidumbre, mas plenas de convicción cuando intuimos su fin’.

Aunque para ese término ineludible no puedas negarte a la posibilidad de que todos esos textos que guardas en la carpeta virtual “Mi Herencia”, sean descubiertos por una ilusoria posteridad que va a hacerte justicia estética cuando ya no existas para recibir su beneficio tangible.  Y que no vayan a poner mi nombre en una calle, piensas, pues tampoco el epónimo postrero podrá servir de corolario a esos anhelos que se llevará el malogrado poeta que eres con el último suspiro.

Edmundo Moure

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