Carta a Dios
Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2013-04-30 | ID: 190 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Pensamientos
“…Si no creyera en lo que escondes…”
Sabes que no es mi primera carta. Hace tiempo alguien me dio tu correo electrónico o “mail”, según anglicismo al uso. Creo que era Dios@Eternidad.com, aunque rebotaron tres o cuatro intentos. Cambié entonces las mayúsculas iniciales o puse todo en minúsculas, y nada. Quizá sea ésta tu respuesta final, pero suena nihilista, lo que contradice mi voluntad de escribirte, pese a que omito el viejo y terrible epígrafe: Eli, Eli, lama, sabactani. Iba a iniciarla con cinco palabras banales e inútiles: “a través de la presente” y caer así en desliz semántico, pues todos los errores nacen de la semántica, se enredan en la prosodia y se agravan en la gramática, y Tú estás más allá de las normas del Verbo y de esta arbitraria medida de los tres estados temporales, confundiéndose pretérito, presente y futuro en la ilusión del sueño de estar vivos o ser soñados por Alguien que nos aventará, despertando de su pesadilla cósmica.
No entiendo cómo hay tantos que afirman haberse comunicado contigo; algunos aseguran tener una especie de línea directa con la divinidad; otros aparecen con decálogos escritos bajo tu soplo y con largos textos de historias –algunas poéticas y otras odiosas alegorías de la miseria humana- donde comienzas como implacable castigador de tus enemigos y terminas como alma misericordiosa, encarnada en humana figura, que es llevada al patíbulo por sus propios y supuestos hijos, para renacer al tercer día.
Esta resurrección tuya, que ya es algo extraño, porque cómo va a padecer Dios la experiencia de la muerte si es sempiterno, si no tiene ni principio ni fin. Todo muy confuso, más ahora que los científicos deducen el origen del universo a partir de una explosión de cierta micro-partícula que se busca aislar como símbolo y llave de lo creado, en gigantescos laboratorios que dejaron atrás la cábala y la alquimia como intentos inútiles por develar el misterio. Y cuando estamos a punto de lograrlo, algo falla, la partícula exhibe un comportamiento raro, impredecible, se disloca, rompe los cánones establecidos como si fuese hija de la revolución, vástago del caos que vuelve a apoderarse de su curso. No, tampoco la ciencia parece dar cuenta de ti, y seguimos como antes, dando tumbos entre el ansia y el desasosiego.
Pero están los místicos, me dice una voz que no es la mía -¿será la de mi madre o de mi abuela?-, esos seres humanos que entran en éxtasis a través de un estrechísimo sendero, como Teresa de Ahumada y Juan de Yepes, ambos eximios poetas, categoría que no sirve, en este caso, porque el poeta es un pequeño dios, según uno de los nuestros y todo vate busca la elevación por la palabra. El caso más reciente es el de mi amigo, el poeta Benito, quien acaba de publicar “Bosques Altos”, un poemario que gestó en la cama del hospital, después que los médicos le desahuciaran, enfrentado la carilla en blanco de la Muerte, este personaje-verdugo del que se librara Jesús el Cristo, según encendido testimonio de Pablo de Tarso, el primer místico en la lista de los iluminados, que recibiera la visión angélica luego de caerse del caballo. (Hay tantas circunstancias reveladoras como seres humanos; esto es parte del misterio, sin duda).
Benito me cuenta que en su auténtica agonía no vio descorrerse ningún velo ni percibió luces ni escuchó trompetas premonitorias. Más bien recuerda los sopores de una niebla, imágenes de la remota infancia, rostros de mujeres que amó o debiera haber amado y un dolor sordo en el pecho que le cortada el débil hálito que le unía a este mundo… Y palabras, muchas palabras conjugándose para engarzar un poema, el mejor de todos, en el verso perfecto y sin mácula. Pero el resultado es otro, siempre lo es, como la persecución afanosa de la felicidad que tantos hombres y mujeres esperaron y esperan encontrar en tu Nombre. Porque no existe la respuesta diáfana ni absoluta; nadie la tuvo ni la tiene; sólo el silencio o el eco de las oraciones que se estrellan contra la bóveda del cielo y vuelven a ti y crees entonces que Él, ciego, sordo y mudo, te ha respondido.
Cuando el padre del poeta Benito, más ateo que agnóstico, estaba en trance de partir, prometió a su único hijo jamás ungido que, si encontraba algo más allá de la última tiniebla, se lo haría saber, de algún modo, aunque fuese por medio de las señales que los poetas acostumbran: una imagen, una alegoría una metáfora que estalle en la plenitud del día o en la quietud temblorosa de la noche.
Pasaron dos años y nada; ninguna voz le traía a Benito la nueva del padre, ni buena ni mala, nada. Pero una tarde de invierno vio a una mariposa de grandes alas amarillas estrellarse contra la ventana, como si le urgiese entrar. Benito la abrió y el ángel amarillo revoloteó por la habitación y se posó en las últimas cuartillas de los versos del poeta. Este simple hecho se repitió durante tres días. ¿Era acaso la esperada señal? No era una respuesta rotunda, porque nadie sabe lo que buscan las mariposas que entran en las casas desoladas. Lo que extrañó a Benito y aún le extraña, es saber que no hay mariposas en invierno, pero tampoco esto es prueba de lo sobrenatural, pues la naturaleza juega también con sus propios misterios.
Tengo la impresión, Dios, que los seres humanos son unos infelices en busca desesperada de la felicidad y que sólo tienen vislumbres efímeros de ella, como cuando una mariposa se detiene en las palabras de tus versos, como si buscara en ellas el néctar de las flores que no nacen en la soledad del invierno.
Al igual que Benito y que los millones de orantes que te dirigen sus preces, yo espero una respuesta. Después de todo, creo que todo lo que llevo escrito no es más que una parte de la carta que siempre estoy escribiéndote.
Pienso a veces que el correo traerá algún día tu carta. Pero el cartero nunca detiene su gastada bicicleta en mi puerta. Habrá que aguardar, quizá, por la mariposa amarilla.
Edmundo Moure Rojas