Chequeo médico

Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2013-05-31 | ID: 173 | Categoría: Alma | Tema: Arte | Tipo: Cuentos

—Le haremos un chequeo completo— me dijo el médico, porque a su edad el control debe hacerse, a lo menos, una vez al año.

Recordé a mi padre. Ahora que voy camino a la vejez, me acuerdo de él a menudo, de su humor tan gallego y agudo, a veces con un sesgo agresivo que la sorna no podía disimular. Cuando pasó los 80, un cónclave de mis hermanos le pidió someterse a exámenes de “amplio espectro”, como dicen los conspicuos galenos. El resultado, a esas alturas, era predecible: diabetes senil, anomalía cardio-respiratoria y otros deterioros biológicos que incluían heridas supurantes en las extremidades inferiores y la amenaza de una amputación.

Nos reunimos los ocho hermanos, en terreno neutral, con el objeto de tomar decisiones sin consultar al principal involucrado. Fue una mañana de primavera, quizá. La cita era a las 9:00 en punto de la mañana. A las 9:30 aún no había llegado nuestra madre, cosa rara, pues era asidua a la puntualidad. Cerca de las 10:00 le vimos descender de un taxi. Se le veía nerviosa y cariacontecida. Antes de sentarse la acometieron cortos sollozos.

—Mamá—, dijo la hermana mayor, no se preocupe, todo está bajo control y haremos lo que sea mejor para el papá.

—Si no lloro por eso—, respondió mi madre, esforzándose por reponer su digna compostura.

—Entonces, ¿qué pasa?— preguntó, solícito, el hermano que presidía.

Ella tomó aire y, recuperando la entereza en su voz, dijo: —Hoy me levanté temprano, para dejar todo listo en casa y venirme a la reunión… Vuestro padre no estaba en su cuarto. Escuché ruidos en la cocina y pensé que preparaba su desayuno. Le sorprendí in fraganti, agarrándole el culo a la Etelvina…

—Volvió a sollozar, esta vez con un gesto de ira desolada.

—Mamá—, le dije, debiera alegrarse de que el viejo, a sus años, aún tenga arrestos juveniles.

Se produjo un silencio cortante. Mi madre clavó en mí sus grandes ojos negros para decirme, con acento de duro reproche: —Eres igual a tu padre, un inmoral.

Días más tarde, cuando el médico leyó al viejo gallego el diagnóstico irrebatible y las duras prescripciones, mi padre le preguntó: —“¿Doctor, usted me asegura que si cumplo sus indicaciones viviré en plenitud hasta los cien años?”. —“No, eso nadie puede prometérselo”— “Entonces- respondió mi padre, váyase usted a hacer puñetas…”. Y se metió en su habitación, dando un portazo.

Comencé la lista de exámenes con el de la próstata, el táctil, después de haber recibido el informe favorable del antígeno. El médico, individuo cincuentón, soltó un par de malos chistes al respecto, mientras ajustaba los guantes esterilizados. No sé si por duda o comprobación segura, me introdujo dos veces el dedo del corazón, hurgando en ese lugar donde yo creía que mi honor viril permanecía incólume.

—Ya— dijo con nerviosa sonrisa de satisfacción... Tiene usted la próstata de un individuo de treinta años.

No quise aclarar si se refería a tres décadas de uso y abuso o sólo a la condición vigorosa y prometedora de un treintañero.

De los otros exámenes no hay nada memorable, salvo lo que significan para mí los resultados “negativos”, considerando que en el léxico de la medicina lo más terrible es lo “positivo”, es decir cuando la muerte sonríe al atisbar la corrosión activa de la enfermedad y se dice a sí misma, frotándose las huesudas manos: —¡Qué cosa tan positiva!.

La diabetes sigue su curso silencioso e inexorable, como el tiempo. Los triglicéridos se han disparado a un nivel de “alto riesgo”, según reza la apostilla técnica del laboratorista. El colesterol me regala una mueca esperpéntica tras bambalinas. Se me prescribe una dieta estricta: suprimir la cerveza, ese elixir de la cebada que tanto me gusta; apenas una copa de vino con las comidas del fin de semana; nada dulce (salvo tus besos); una tajada de pan negro y magro al desayuno; ¡fuera todas las pastas!; dos litros de agua al día; caminatas (esto es lo único razonable y grato).

Abandono el centro médico lleno de optimismo. Bebo un café con sacarina y eludo la tentación del berlín con crema; ni siquiera una media luna de hojaldre. Subo al microbús y abro “La Mancha Humana”, lúcida novela de Philip Roth. Mi ojo izquierdo aún me sirve para leer. Mientras no me las prohíban, disfruto las palabras, moroso y feliz, como si estuviesen recién inventadas.

Edmundo Moure Rojas
Publiación original: Abril 2013

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