La cimarra

Autor: Edmundo Moure Rojas | Fecha: 2013-06-30 | ID: 168 | Categoría: Alma | Tema: Teología | Tipo: Cuentos

El maestro Martín Alonso, a quien tengo de cuerpo presente en los tres tomos de su Diccionario Enciclopédico, define de manera escueta el término ‘cimarra’ como: “faltar a clase los chicos”. La palabra ‘cimarrón’ designa “al indio o animal que huye al campo”, es decir lo mismo vale para el bípedo que para el cuadrúpedo; vaya ecuanimidad colonial…

No fui lo que se conoce por un ‘cimarrero’ en los lejanos días del colegio, más por miedo a la transgresión que por convencimiento ético. Pero en 1958, cuando contaba con diecisiete adolescentes febreros, mientras preparaba dos cursos en uno, en el Liceo Manuel Bulnes de Santiago capital, incurrí en la ‘rabona’, como le dicen en España al delito civil y didáctico de eludir clases. Y todo fue, como en la teoría del pecado original, por culpa de una agraciada fémina, que frisaba los treinta, compañera de aula. Se llamaba Elena, como casi todas las tentadoras. Me invitó a un cine rotativo, a las 11:00 de la mañana, para que viésemos El último Cuplé, con la actuación protagonista de la melosa y sentimental  Sarita Montiel, una de las cantantes regalonas del franquismo, exponente ejemplar de esa estética cutre “de charanga y pandereta” que repudiaba el gran Antonio Machado.

Pero a mí me gustaban –y me gustan- los cursis cuplés de la Sarita, que escuchábamos en casa, en esos increíbles discos 78, con su magia circular surgiendo de la victrola RCAV, para deleite de adultos y, sobre todo, de jóvenes que comenzábamos a bailar apretado. Después de la función, en la que miré muy poco la pantalla, embelesado como estaba con sus espléndidos pechos albos, Elena me invitó a pasar la tarde en el  departamento que compartía con una amiga de su edad. Hasta aquí las imágenes pertinentes de aquella cimarra memorable.

Mi querido y malogrado primo, el Negro, vanguardista coetáneo en fechorías juveniles, fue alumno ejemplar hasta el cuarto año de humanidades (segundo medio de hoy). Pero en quinto descubrió el inevitable atractivo de las faldas azules, en particular de las muchachas del Liceo 7. Atrás quedaron las áridas materias, las hipotenusas incomprensibles, los secos versos de Berceo y las glorias y penurias polvorientas del Cid Campeador. El Negro aparecía a las 9:00 de la mañana en la sala de pool, donde exhibía notable destreza. Con el dinero ganado en aquellas mesas de dudoso verde esperanza, almorzaba bien y luego se dirigía a las puertas del Liceo 7, en busca de la elegida para esa tarde. Repitió los dos últimos cursos de la enseñanza media, pero dio los exámenes ‘libres’. Como éramos de la misma edad, yo lo sustituí en el oral de Castellano, donde obtuve, para él, un rotundo 7. Todavía recuerdo la cara de sorpresa del examinador y su consecuente pregunta: -¿Cómo hizo para aprenderse tan bien la materia?  Sin titubear, le respondí: –Estudiando y leyendo mucho todo el verano.

Mis padres hubiesen reprobado mi actitud. Pero Albert Camus lo entendería, sobre todo a partir de su propia sentencia: “Entre traicionar a la patria y traicionar a un amigo, elijo traicionar a la Patria”… Por lo demás, jamás he sido patriotero y sí me he propuesto ser fiel a mis amigos.

Ahora que soy viejo y proclive a las infidencias, confieso que suelo hacer la cimarra. Aunque no concurro al colegio, pero sigo estudiando según el viejo prurito de que el saber no ocupa lugar, hago trampas con el tiempo dedicado a mis labores contables de exclusiva subsistencia. Así, cuando voy a encomiendas al Servicio de Impuestos Internos, a la Tesorería General de la República o alguna otra repartición de nominaciones rimbombantes, utilizo horas extra hurtadas a trámites burocráticos para visitar librerías de viejo o deslizarme en antros como Bar Amigo, Unión Chica o Wanderers, para beber un pipeño y engullir un arrollado con tomate y ají, mientras hojeo un libro recién adquirido o entablo diálogo con algún par inútil.

Lo hago como una especie de natural desquite por la falta de tiempo creativo que me agobia, cada día con mayor intensidad, atado a la rueda de obligaciones pedestres que no parecen tener fin. Un amigo budista afirma que, junto a mi karma contable compulsivo, el sabio Hacedor ha dispuesto la capacidad intrínseca para que yo supere esas limitaciones y escriba, como lo estoy haciendo en este mismísimo instante, mientras el jefe anda en reuniones externas y nadie atisba por sobre mi hombro si el tecleo corresponde a los guarismos del Excel o a pecaminosas palabras del Word. Le manifiesto mi absoluta disconformidad con su aserto. Mi amigo sonríe con levedad, con la misma sonrisa inexpresiva del rubicundo Buda que nos observa, impasible, desde el escritorio, y me dice: -Aún no logras el estado de conciencia necesario para entenderlo… Pero ya accederás a ello.

No soy capaz de retrucarle. Pienso, por un momento, cómo habrá financiado el bueno de Sidharta las comidas para mantener la grosura de su beatífica humanidad, sentado en loto como sabio rumiante. (Contador no fue Buda; de eso estoy seguro).

Pero no pregunto ni apostillo, porque es impropio que provoquemos la duda en el creyente. Así, mirada desde la perspectiva de quien no la posee, la fe se hace mucho más admirable.

Edmundo Moure R.
Mayo 2013

Enviar

Ir al inicio